Iglesia aracena

EL MILAGRO DEL CRISTO DE LA PLAZA DE ARACENA

En estos días en los que la pandemia del coronavirus nos obliga a quedarnos en casa, hemos venido haciendo en este blog un recorrido por algunas de las leyendas y tradiciones que han marcado la milenaria historia de la localidad de Aracena, ubicada en pleno corazón del Parque Natural de la Sierra de Aracena y Picos de Aroche, en el norte de la provincia de Huelva.

Hemos sabido ya como las lágrimas de una joven musulmana llamada Zulema y enamorada de un caballero cristiano hicieron brotar un manantial que hoy sigue abasteciendo de agua a la conocida como Fuente de Zulema. Y como ‘La Jualinita’, una gentil pastora, se vio hechizada por los encantos de un duende que la llevo a vivir con él a su palacio subterráneo, lugar conocido en nuestros días como la Gruta de las Maravillas.

En el artículo de esta semana, descubriremos el extraordinario milagro del Cristo de la Plaza el mismo día en que habría de consagrarse la inacabada, por aquel entonces, Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, situada en la Plaza Alta, a escasos metros del Cabildo Viejo.

En la Edad Media, cuando la antigua villa fue creciendo y descendiendo desde el Castillo que domina la loma, el centro de poder de aquella Aracena se fue asentando en el espacio físico que hoy conocemos como Plaza Alta. Allí se instaló el poder político, con la construcción en el siglo XV del Cabildo Viejo, un edificio de planta rectangular, con robustos muros de piedra vista y cubierta a cuatro aguas con teja árabe, que fue utilizado como almacén, prisión y dependencias del gobierno municipal.

A muy poca distancia de él, ya a principios del siglo XVI, se estableció también el poder religioso con la construcción, bajo la dirección del arquitecto Diego de Riaño, aunque también participarían más tarde Hernán Ruiz II, Pedro de Silva o Antonio de Figueroa, de la Iglesia Parroquial de la Asunción, uno de los mejores ejemplos de la arquitectura renacentista de la provincia de Huelva. El proyecto se puso en marcha ante la dificultad que suponía para los vecinos la subida hasta la vieja Iglesia del Castillo.

Este espacio religioso estuvo cinco siglos inacabado, aunque hubo muchas iniciativas desde el siglo XVII para concluir una obra cuya terminación definitiva no se produjo hasta comienzos del siglo actual, en concreto en 2008, con la cubrición del espacio con bóvedas de madera laminada, según el proyecto de los arquitectos Hilario Vázquez, y sus hijos Narciso y José. Su historia ha sido realmente azarosa, una vez que sufrió importantes daños como consecuencia del Terremoto de Lisboa de 1755 y que buena parte de sus bienes muebles, entre ellos la talla original del Cristo, desaparecieron durante la Guerra Civil.

En la actualidad acoge el culto a Nuestro Padre Jesús Nazareno y al Cristo de la Plaza, imágenes que procesionan durante la Semana Santa, y a la talla de San Blas, patrón de Aracena, que ocupa un retablo en mampostería del siglo XVIII.

La leyenda que hoy traemos a nuestro blog tiene que ver con el Cristo de la Plaza. Cuando el templo, con buena parte de la obra inacabada, iba a ser consagrado y abierto al culto en 1603, sus promotores se dieron cuenta de que faltaban imágenes importantes a las que venerar, sobre todo un gran Cristo que ocupara el altar principal. Los padres dominicos, que por aquel entonces habitaban en el que ahora es el edificio donde se ubica el Hotel Convento Aracena & Spa, se negaron a ceder el suyo “ni por todo el dinero del mundo”, tal y como recoge el libro ‘Tradiciones de Aracena’, del periodista y escritor José Nogales y Nogales.

La noche anterior a la consagración, mientras los vecinos bailaban en la plaza alrededor de una gran hoguera, aparecieron en el pueblo dos jóvenes de idénticos rasgos que vestían con unos ropajes de peregrino jamás vistos antes por esas tierras. Pidieron alojamiento a las autoridades de Aracena, eligiendo para ello la denominada ‘casa de los duendes’, un lugar que provocaba pavor entre los aldeanos. Allí habían pasado la noche hacía tiempo un comediante, que se ahorcó en una encina, y una mendiga vieja que falleció por el hambre y la lepra.

Aquella noche, ante la incredulidad de todo el pueblo, en el interior se vieron extrañas luces y se escucharon ruidos escalofriantes. Al día siguiente, cuando todos pensaban que hallarían muertos a los dos jóvenes en el interior de la vivienda, la sorpresa fue mayúscula cuando no se encontró ni rastro de aquellos y los ojos de todos los presentes descubrieron “sobre unos amplísimos paños rojos, tendido y con la cabeza algo más levantada que el cuerpo, yacía enclavado en una cruz de madera negra un Cristo de tamaño natural y de incomparable hermosura”, dándose cuenta de que “ángeles eran los escultores que en una noche habían realizado la sublime obra”.

Cuenta la leyenda que “la imagen fue colocada en el mejor altar” y que “día y noche, ante aquel retablo dorado, arde una gran lámpara que jamás de apaga. Y si alguna vez su luz llega a extinguirse, la estrellita azul que flota sobre las espinas de la corona del Cristo, salta desde el camarín a la lámpara y su resplandor sigue iluminando tranquila y silenciosamente el tabernáculo donde recibe culto ferviente el milagroso Cristo de la Plaza”.

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